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domingo, 1 de enero de 2012

La revolución silenciosa

Sin armar ruido, más de un millón de españoles colabora como voluntarios en proyectos humanitarios que plantean cambiar la sociedad a partir de la transformación de uno mismo, a despecho de los valores neoliberales de moda
Isabel HuberA los 18 años, decidió hacerse voluntaria en Arrels, una entidad que atiende y acompaña a las alrededor de 700 personas que duermen en las calles de Barcelona. Una de ellas advierte: "Vosotros no lo sabéis, pero estáis mucho más cerca de la calle que de tener un yate…" Isabel Huber, que ahora tiene 30 años y es farmacéutica, cada semana dedica una parte de su tiempo a estas personas sin hogar. "Evidentemente, no voy a arreglar el mundo, pero, al menos, aporto un granito de arena", indica.
 
Que Dios se lo pague”, dice agradecida una señora mientras coge un vaso de café con leche para calentarse las manos. Justo detrás de ella, un hombre llamado Antonio enseña el contenido de la bolsa que acaba de recibir: “Dos bocadillos, uno de mortadela y otro de chorizo”, comprueba sacando cada alimento de la bolsa de plástico y volviéndolo a introducir, “galletas, dos yogures (en realidad son dos flanes) y un zumo de naranja”.

Para las 500 personas que guardan cola cada día en esta modesta caseta prefabricada del barrio malagueño de El Perchel, los Ángeles Malagueños de la Noche son una bendición. La idea se le ocurrió a Felisa Castro hace tres años, cuando la empresa en la que trabajaba le regaló un billete de tren para visitar Milán. “Me llamó la atención que repartieran comida y bebida a las personas que dormían en la estación”, recuerda. “Así que al regresar a Málaga, tres señoras de mi misma edad empezamos a ofrecer un par de bocadillos y un vaso de bebida caliente a las personas que dormían en los derribos, en la playa y en la calle”, cuenta esta mujer de 64 años.

La principal particularidad de los Ángeles Malagueños de la Noche es que no aceptan dinero, sólo ayuda. Para ello cuentan con alrededor de 70 voluntarios entre los que se cuentan, dice su página web, “parados, empresarios, jubilados, prejubilados, amas de casa, mileuristas, religiosos, policías, ex delincuentes, ex gorrillas, abuelas, nietas, madres solteras, casados, separados, políticos, ex directivos, peñistas, cofrades…resumiendo, gente de todo tipo (…) trabajando codo con codo todas las tardes, haciendo bocadillos y repartiéndolos, sin preguntar nada a nadie, dando con una mano lo que recibimos con la otra de vosotros”.

Al frente de estos ángeles nocturnos está Antonio Meléndez, un agente de la Policía Nacional que antes pedía la documentación a alguna de las personas que hoy guardan cola y que ahora les da de comer. “Todo esto lo hacemos por amor y para despertar lo mejor del ser humano, que está dormido”, señala, mientras en el interior de la caseta varias personas cortan las barras de pan en trozos y otras las untan con mantequilla.

Meléndez, que parece estar dotado de una humanidad que le permite impactar con cada frase que pronuncia, añade: “Un bocadillo lo puede hacer cualquiera. Basta con abrir el pan y poner siete u ocho rodajas de salchichón, pero lo más importante es prepararlo y entregarlo con amor. Así está mucho más sabroso”.
Youssef Amghayar
"Cuando vine aquí, Cari me enseñaba español una hora al día. También me consiguió un curso de socorrismo y me apuntó al instituto y a baloncesto", enumera agradecido Youssef Amghayar, un joven saharaui de veinte años que colabora con el proyecto Crono de Cruz Roja Española. La idea es que los niños y jóvenes inmersos en procesos migratorios tengan un adulto de referencia que impida que acaben en un gueto. Cuando este joven voluntario tenía 16 años, una mujer llamada Caridad le ayudó en lo que pudo. Ahora, es él quien echa una mano a otros siete chicos en Lanzarote.

 
Por lo demás, el modus operandi de los Ángeles Malagueños de la Noche es bien sencillo. Por la mañana, se procede a recoger en diferentes puntos de Málaga los víveres que ofrecen particulares y empresas con ayuda de una furgoneta blanca que ha donado La Caixa. Hacia el mediodía, se comienza a preparar la comida, consistente en dos bocadillos de fiambre, que se introducen en un bolsa acompañados de dos postres y de un vaso de bebida caliente o fría en función de la época del año.

Estos bocadillos se entregan desde las siete y media de la tarde hasta dos horas después. Excepcionalmente, si las existencias lo permiten, los viernes por la mañana se distribuyen alimentos de primera necesidad como leche, azúcar y aceite. A las personas que guardan cola se les pregunta si son musulmanes con el fin de no darles cerdo, razón por la que se prepara una olla industrial de ensaladilla rusa (que, curiosamente, se sirve en bocadillos), así como tortillas y pollo (una empresa cede los pollos asados que no ha vendido durante el día anterior, cuya carne se desmenuza para rellenar el pan).

Por lo que respecta a la transformación del presidente de la entidad, ocurrió hace once años. “A partir de entonces, el Antonio que sólo se preocupaba de él y de su familia, empezó a cambiar y hoy es el hombre más feliz del mundo”, cuenta este hombre para el que no existe mayor satisfacción que la profunda gratitud que expresan los ojos de las personas que reciben sus bocadillos. La mirada, por ejemplo, de José, un antiguo marinero que ahora vive debajo de un puente con una pierna rota, pero también la de Mohamed, que nunca olvidará, dice, la generosidad de las personas que le dan de comer.

Aunque muchos desconozcan este dato, en España hay un millón de personas que colaboran como voluntarias en diferentes proyectos sociales. Pese a su escasa visibilidad, estas mujeres y hombres han tenido el valor de pasar a la acción, cansados de palabras y de excusas autocomplacientes. Todos ellos están llevando a cabo una revolución silenciosa que está en las antípodas del individualismo y de algunos de los valores neoliberales de moda.

Una de estas personas es Isabel Huber, quien puntualiza que los voluntarios no son de una pasta especial, sino personas “completamente normales”. “Por eso hay tantos voluntarios, porque no hay nada de raro en lo que hacemos”, razona. Huber trabaja desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde en un laboratorio de investigación oncológica de Barcelona y, al acabar su jornada, colabora como voluntaria con Arrels, una asociación que atiende y acompaña a personas sin hogar que llevan muchos años viviendo en la calle. Su lema es: “estaremos a tu lado con independencia de las decisiones que tomes”.

Periódicamente, Isabel sale a caminar en compañía de otra voluntaria hasta los lugares donde acostumbran a pasar la noche estas personas. Las hay que duermen en huecos inverosímiles, que extienden sus cartones en zaguanes o que se guarecen del frío en algún edificio a medio terminar.
Fernando MorenoA sus 42 años, colabora como voluntario en Pauta, una asociación madrileña que atiende a niños autistas. "Al margen de ayudar a los demás, te ayudas a ti mismo", reconoce, antes de añadir: "Más que para tener la conciencia tranquila, ser voluntario me hace sentirme útil y reconciliarme con mis ideales". Respecto a los niños autistas a los que echa una mano, indica que la clave es tratarlos con naturalidad y espíritu positivo para que, como cualquier persona, puedan mejorar cada día y ser más felices.

A las personas sin hogar que no conocen, las dos voluntarias simplemente les dan las buenas noches, a la espera de ir ganándose poco a poco su confianza. A las que sí conocen, les llaman por su nombre y les preguntan qué tal les ha ido el día y si hay alguna novedad. Javi les cuenta que el otro día vino la policía y le pidió que se diera una vuelta, a lo que él repuso que para qué, si iba a acabar en el mismo sitio (en el banco donde duerme), por lo que giró cómicamente sobre sí mismo 360 grados.

Unas calles más allá, las voluntarias encuentran a Stéphane, que luce una poblada barba y tiene los ojos vidriosos. Se cayó hace dos semanas pero no quiere ir al médico, pese a lo cual se guarda una tarjeta con una dirección que le anota Isabel Huber por si cambia de parecer. En cuanto a Joana y su acompañante, salen del saco de dormir al ver llegar a las dos voluntarias sobre las ocho de la tarde, sin poder disimular la alegría que sienten, que exteriorizan con dos besos y un sincero apretón de manos.

¿Qué lleva a una chica de 18 años a hacerse voluntaria? “En mi caso, creo que influyó –explica Isabel Huber– que mi abuela viviera en mi casa hasta los 107 años, cuando ya no podía valerse por sí misma. Al morir, sentí que debía seguir dedicando parte de mi tiempo a los demás. No siempre me apetece, pero no estaría bien conmigo misma si no hiciera algo así”.

“¿Si he aprendido algo de esto que sirva para mi vida diaria? Hay un punto clave: tratar con gente que vive en la calle te pone en tu sitio cada semana. También te ayuda a relativizar tus problemas, pero sobre todo te sirve para darte cuenta de lo esencial: que hay que ser más persona”, recapacita.
Algunos expertos en análisis sociológicos han intentado estudiar las motivaciones que mueven a los voluntarios, en vista de que cada vez hay más españoles que quieren serlo. La conclusión a la que ha llegado Fernando Chacón, psicólogo de la Universidad Complutense de Madrid, es que no hay una única razón, sino muchas, dependen de cada persona: prestar ayuda, sentirse útil, buscar satisfacción personal, pretender mayor justicia social, identificarse con el colectivo al que se ayuda o distraerse en el tiempo libre, entre otras.

Eduardo Bericat, catedrático de Sociología en la Universidad de Sevilla, estudió en su día el estado emocional de los jóvenes en función de su participación en la sociedad y llegó a la conclusión de que aquellos que colaboraban con proyectos sociales mostraban unos balances emocionales sustancialmente más positivos. “En general, se sentían más útiles, más orgullosos, más contentos de la vida que llevaban, más queridos y, en general, más autorrealizados”, recuerda.

Otras investigaciones también detectan un interés por provocar trasformaciones en una sociedad que se considera injusta, lo que podría explicar que haya surgido una solidaridad de nuevo cuño que combina la caridad salvadora de origen cristiano con la ayuda humanitaria fomentada en los derechos humanos.
Fran Ecay
Este empresario al que le faltan horas para atender a su empresa y a sus tres hijos (el mayor, de 6 años) hace once años que colabora con la Asociación del Voluntariado del Hospital de Navarra. Su contribución consiste en hacer compañía a los enfermos que están solos en el hospital. Según dice, la clave no es tanto hablar, sino escucharles y transmitirles ánimos. "Lo bonito de esto es que mi nombre no lo recordará nadie, pero sí que hubo una persona que les ayudó", afirma. Una secretaria de su empresa, Mapi, ha decidido seguir su ejemplo.

 
De hecho, si hasta 1995 el perfil predominante de las personas que colaboraban en voluntariado se relacionaba con una mujer (58%), de firmes creencias religiosas (79%), ingresos medios-altos e ideología de centroderecha, en la actualidad, el retrato robot del voluntario es mucho más amplio y engloba desde jóvenes hasta jubilados, a mujeres y hombres por igual, ricos y pobres, personas religiosas y que no creen (un tercio de quienes colaboran con oenegés se declaran ateos, agnósticos o no creyentes).

Francisco Ecay es un empresario de 42 años que colabora con la Asociación del Voluntariado del Hospital de Navarra. “La idea –rememora Asun Elizalde, la presidenta de la entidad– se le ocurrió a un grupo de enfermeros en 1999 al observar que algunas personas llegaban solas a urgencias y que después tampoco recibían visitas en planta”.

Pese a que Fran, como se le conoce, está muy ocupado en Construcciones Ecay, empresa que dirige en compañía de su hermano y que emplea a más de cien personas, todavía encuentra tiempo para dar calor humano a inmigrantes que están solos o a ancianos que no tienen a nadie a su lado en el hospital.

“Yo no soy perfecto, pero desde siempre he tenido ese sentimiento de ayudar que me inculcaron mis padres desde muy pequeño”, explica Fran Ecay, que con anterioridad estuvo llevando camiones con comida a los campos de refugiados de Bosnia. “Es algo que te sale de dentro. Por ejemplo, si veo alguien en la carretera con una avería, pues me paro a ayudarle”, añade.

En su voluntariado en el hospital, es partidario de  acercarse al enfermo “con los ojos muy abiertos para saber qué es lo que cada uno quiere en ese momento”. “Si les apetece hablar, hablo, y si no, pues les hago compañía. ¿De qué hablo? Con la gente mayor me gusta conversar de lo que hacían cuando eran jóvenes, de si bailaban, de si eran pícaros… Pero, en general, hablo de la vida”, cuenta.

Y pronuncia una frase que repiten muchos voluntarios: “Aunque parezca que ayudas a los demás, te ayudas a ti mismo”. “A mí, por ejemplo, me va bien para tener los pies en la tierra y también para saborear la vida, sabiendo que la muerte está muy cerca”, comenta este empresario. “Si no fuera porque mi mujer se ofrece de voluntaria para atender a los críos cuando yo estoy en el hospital, no podría hacerlo”, precisa.

A 407 kilómetros de distancia de Pamplona, en el barrio madrileño de San Blas, Fernando Moreno colabora como voluntario rodeado de chicos con autismo de entre cuatro y veinte años. Lo hace en Pauta, una entidad que, según su director, Francisco Fernández, surgió cuando veinte familias se quedaron sin el colegio al que iban sus hijos con autismo, lo que impulsó a sus progenitores a crear una asociación que les permitiera formarse y realizar actividades al aire libre.

La jornada de Fernando Moreno empieza a las nueve y veinte de la mañana, cuando acude a recoger con su coche a un chaval al que sus padres no pueden llevar a clase. Una vez en el centro, Moreno ayuda en lo que sea necesario: a organizar las actividades voluntarias que se desarrollan a partir de las cinco de la tarde, a preparar pictogramas para que los niños comprendan lo que se les quiere trasmitir... Esboza un dibujo de ejemplo en un papel, muy esquemático, un muñequito con la palabra pasear, para indicar cuándo toca esta actividad.
Antonio Meléndez
Este policía nacional preside los Ángeles Malagueños de la Noche, una asociación que da de comer cada día a 500 personas. Si hasta hace dos años, eran inmigrantes y personas sin hogar quienes hacían cola para alimentarse, en la actualidad el perfil es más difuso y también hay jóvenes y familias enteras autóctonas. "Yo antes estaba en el sistema y sólo me preocupaba de mi coche y de mi televisión de plasma", dice Meléndez, "en cambio, ahora, estoy donde tengo que estar".


Los días que colabora en las clases de natación que tienen lugar en una piscina cercana ayuda a los niños a cambiarse de ropa y a dejar las mochilas  recogidas. O auxilia al técnico deportivo para hacer llegar sus instrucciones a los chicos. “El agua les gusta más que el tenis. Del atletismo, mejor no hablar…”, bromea.

Fernando Moreno desde siempre sintió una predisposición a ayudar a las personas con algún tipo de discapacidad, asegura, tal vez por haber sufrido él fibrosis quística, una enfermedad de origen hereditario que provocó que le trasplantaran un pulmón al cumplir 28 años. Tiene un grupo de teatro que trabaja con discapacitados y también proyecta en Pauta películas relacionadas con el autismo a las que suelen asistir los padres de los niños y, en ocasiones, alguno de ellos.

“Yo no nací voluntario. En realidad, no hay ningún misterio en serlo, únicamente tener como ideales la justicia social y la solidaridad”, remarca, dando a entender que para cambiar a la sociedad el paso previo es transformarse uno mismo.
Youssef Amghayar, un joven de 20 años nacido en Tan-Tan (una ciudad del sur de Marruecos), explica más o menos lo mismo con otras palabras: para cosechar hay que sembrar. En la actualidad, este joven de origen saharaui trabaja como voluntario en el proyecto Crono, que lleva a cabo Cruz Roja Española en colaboración con Nokia y que tiene por objetivo la integración social y educativa de niñas, niños y jóvenes inmersos en procesos migratorios.

Merced a esta iniciativa, cuando Youssef Amghayar llegó a Lanzarote hace cuatro años, una especie de hada madrina que el destino quiso que se llamara Caridad se encargó de que todo le resultara un poco más fácil. Hoy, con 20 años cumplidos, es él quien hace lo mismo con otros siete chicos, cuatro de ellos llegados en patera.

Así que ahora entrena a estos chavales en un gimnasio varios días a la semana y les imparte un pequeño curso de supervivencia que incluye clases de español, de costumbres locales y cosas que necesitan saber para encontrar amigos y conseguir los papeles que hacen falta para permanecer en la isla.

“Yo les digo que lo primero es aprender el idioma para hacer amigos. Y también que aquí hay que estudiar para encontrar trabajo”, dice resumiendo el espíritu de un proyecto en el que colaboran cien voluntarios en cuatro provincias españolas (Guipúzcoa, Madrid, Cádiz y Lanzarote) y que supervisan alrededor de 400 niños y adolescentes.

by PI

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